OPERTURA.
No me gustan las estaciones de trenes,
siempre me han parecido sucias, malolientes y repletas de gentes extrañas que
parecen vagar sin rumbo, eternamente perdidas. Si existe un lugar que representa mejor las penurias, el caos y la
debilidad humana, es - sin dudarlo - la estación de Atocha.
Son las siete menos cuarto de la mañana. Es
lunes y estoy a punto de partir rumbo a Zaragoza por cuestiones profesionales.
Me llamo Diego Alquezar Soto, tengo treinta y nueve años y soy licenciado en
Derecho y Psicología por la facultad Pontificia de Madrid. Estoy especializado
en ahorrar mucho dinero a mis clientes mediante la resolución de sus conflictos
con terceros o con sus propios empleados. Gano más de medio millón de euros al
año, tengo una bella esposa, dos hijas y siempre me había sentido un tipo
afortunado. Uno de esos tipos a los que la vida les sonríe y que no tienen sino
que alargar la mano para obtener lo que desean. Me sentía a gusto conmigo mismo
y con mi traje gris marengo hecho a medida, con mis zapatos de piel fabricados
artesanalmente, con mi camisa azul cosida a mano, con mi corbata granate de
seda y con mi Rolex de oro. No me sentía
feliz sólo por el valor material de todas aquellas cosas, lo que verdaderamente
me ponía era sentirme como un ganador.
Me acomodé en mi butaca después de echar un
vistazo a través del cristal del vagón. A pesar de las reformas, de las
lanzaderas y de las innovaciones, aquella estación, sigue siendo un espacio
mugriento y rancio. Un peaje a pagar para poder viajar de la forma más cómoda y
rápida posible a la capital aragonesa.
Por ello, aunque todavía faltaban más de quince minutos para la salida
del tren, preferí esperar cómodamente instalado en mi vagón de “Clase Club”. No
tardó una amable azafata en agasajarme con una sonrisa y en ofrecerme un café,
un zumo y una copa de champán. Estaba solo en el compartimento. Dispuse mi
ordenador portátil y me conecte a través de la señal inalámbrica habilitada en
el propio vagón. Respiré profundamente y
me relajé mientras apuraba el café y leía mi correo electrónico. Eché un
vistazo a la azafata. No estaba mal. Era una joven con buenas curvas, una corta
melena morena recogida bajo el tocado reglamentario, rebosante de hormonas y,
sin duda, en busca de un macho con el que montar un nido y criar su prole. Se
me antojo una presa demasiado fácil y carente de interés, acostumbrado a
degustar platos más suculentos como estaba. Ahora que rondaba los cuarenta, se
me había pasado la época en la que me estimulaba cualquier cosa con una falda,
con una melena y con un rostro agradable. Supongo que tener el plato fuerte en
mi propia casa, me obligaba a un picoteo más selecto. Una buena comida, sólo
puede complementarse con algún postre suculento y excepcional, reflexioné.
Me quedé prendado de Carla, ahora la madre
de mis dos hijas Luisa y Blanca, nada más que cruzó su esbelta figura por mi
retina. Acabé colgado de sus dos enormes ojos verdes, de su pálido rostro de
ángel, de sus labios carnosos y sonrosados, de su infinita melena morena y de
sus perfectos contornos. Era como una diosa griega, cincelada con firme pulso y
absoluta fidelidad a los cánones que modulan el sentido de la perfección. Poco
me importó su compromiso con un futbolista - enrolado en las filas de uno de los equipos de
la Capital del Reino - ni que su padre fuese un importante empresario - cargado
de recelos hacia mí - ni que estuviese
lloviendo aquel día ni que los hados no fueran los propicios. Desde el mismo
instante en que la vi, supe que aquella
mujer sería mía.
Dos hombres más entraron en el
compartimento. Disimulé para evitar el saludo, mirando a la pantalla del
portátil con gesto contrariado; aun así - por culpa de mi excitable curiosidad- no pude evitar vigilarlos de reojo. Uno de
ellos aparentaba rondar los sesenta mientras que el otro no parecía haber
cumplido los treinta. Ambos con trajes impolutos y zapatos caros, mostraban un
afán que sus maneras contradecían. Deben ser tristes directivos del
departamento comercial de alguna compañía aseguradora - seguramente - han ascendido con camelos, mentiras y engaños,
elucubré. Me confirmó mis pensamientos el que el más joven mostrase una carpeta
con el término “seguros” impreso. Siempre había sido un gran observador y mi
nivel de acierto en mis pronósticos, mejoraban con la experiencia que iba
acumulando en mis viajes.Por fin, algo de mi interés subió al
compartimento. Una dama que, tras un instante observando a su alrededor, decidió
sentarse en la butaca situada frente a mí. Me saludo en silencio y le respondí
sin abrir los labios. Nos miramos. A pesar de la hora temprana, aquella mujer
no había dejado ningún detalle al azar. Vestía traje de chaqueta negro con una
falta entubada que sugería sus formas. Portaba medias negras, zapatos negros y
bolso también negro. Llevaba el rostro dibujado en la cara, quizá para
disimular un medio siglo repleto de vivencias. Pero a pesar de estar en esa
edad ambigua en la que las mujeres empiezan a perder su atractivo para los
hombres como yo, todavía resultaba apetecible, probablemente por el exceso de
maquillaje, el buen trabajo de peluquería y una elegancia intrínseca que solo
algunas personas poseen desde la cuna. Su aroma a Channel acarició mi nariz y
despertó mis sentidos. Me quedé observándola con el mismo descaro con el que
ella me contemplaba a mí, tratando de descubrir que secretos escondía bajo su
perfecto disfraz y cuál sería la forma más eficaz de colarme bajo su falda. Un
trayecto de algo más de una hora no parecía suficiente para conquistar aquella
atalaya, me dije. Por fin, el tren comenzó su marcha. Para
entonces, sólo una obsesión ocupaba mi mente y sus ojos y los míos delataban lo
que nuestras palabras guardaban. Pero su descaro me puso alerta y me hizo
dudar. Se había acomodado sobre su asiento con las piernas entreabiertas y se
había levantado lo suficientemente la falda para permitir que se vislumbrasen
sus secretos. Se levantó para quitarse la chaqueta. Bajo ella, se quedó con una
fina camiseta de tirantes, también de color negro, que descubría sus hombros y
resaltaba sus enormes y firmes pechos. Volvió a sentarse. Se inclinó hacia
adelante y uno de los tirantes se deslizó por su brazo. Me resultaba imposible
dejar de mirar aquella ceremonia de cortejo tan perfectamente elaborada. A cabo
de diez minutos de recorrido, me levanté y me acerqué a su asiento.¿Cuánto me va a costar? – le susurré,
aproximándome muy cerca de su oído. Me sonrió y sus ojos me expresaron lo que
sus labios no se atrevieron a pronunciar. ¿Va hasta Barcelona?
Sólo hasta Zaragoza.
Trescientos – fijo el precio sin pestañear
– tendrá que ser algo rápido.
¿Dónde? – me invadió la curiosidad.Podemos hacerlo aquí mismo si no le importa
que esos dos miren de reojo. – ambos miramos a dos individuos que se mostraban distraídos
- Si es de los tímidos podemos ir al baño. Los servicios de la “Clase Club” son
como un palacio. – sonrió.¿Hace mucho esto? – volví a mi asiento.
¿Me está juzgando?
No. Claro que no. Es simple curiosidad. Le
daré cien si me da conversación hasta Zaragoza. – dudó.¿No le resulto apetecible? – se puso a la
defensiva.Tiene un buen polvo; pero no me gustan los retretes
de tren. Quizá en otra ocasión y en otro lugar. – se volvió a poner la
chaqueta.Por cien, puedo ofrecerle diez
minutos. – me clavó la mirada.De acuerdo. – saqué mi cartera y le ofrecí
el dinero. Se levantó para cogerlo, lo guardó en su bolso y se sentó en el
asiento vacío junto a mí. - ¿De qué quiere conversar?
Cuénteme qué y cómo lo hace. – respiró
hondo, sonrió y puso su mano sobre mi pierna.
Soy una fantasía para hombres solitarios
que sueñan con trenes cargados de deseo. ¿Nunca ha soñado con tener una
aventura ocasional y echar un buen polvo con una desconocida en los lavabos de
un tren o de un avión? – sabía que aquella era una fantasía muy recurrente
tanto en hombres como en mujeres; pero nunca he soportado los lugares pequeños
e incomodos para practicar sexo.
¿Cómo elige a sus clientes? – sentía una
mórbida expectación.Basta una mirada. En cuanto ponen sus ojos
sobre mí, sé que me desean. Como usted. – noté malicia en su rictus.Es usted una mujer muy apetecible; pero
todavía no he llegado a la edad en la que debo pagar para follar. Quizá dentro
de unos años la busque. – se ofendió y quitó su mano de mi pierna.
Será mejor que me marche. – se mostró
incómoda.Me debe ocho minutos. – volvió a sentarse
con gesto contrariado. – No pretendo molestarla; pero tengo mucha curiosidad
por el proceso. Cuénteme como lo hace, por favor.Ya lo ha visto. Busco con la mirada y sigo
mi instinto.
Me quedan siete minutos. Cuénteme los
detalles, por favor. – me excitaba el poder de obligarla a contarme lo que para
ella era mucho más sencillo de hacer.Una vez fijado el precio me marcho al
lavabo. – volvió a poner su mano sobre mi pierna y acercó sus labios a mi oído.
– Me quito la ropa y espero al cliente tan sólo con las prendas más íntimas.
Llevo un tanga muy pequeño negro y un sujetador a juego.
Siga, por favor. – me estaba excitando y su
mano cada vez se aproximaba más a mi entrepierna.Suelen abalanzarse sobre mi cuello y luego
buscan mis pechos. Unos con más destreza que otros; pero todos acaban por desabrocharme
el sujetador. Cuando lo consiguen, me devoran los pezones como niños
hambrientos. – su mano ya había alcanzado mi pene sobre el pantalón que
respondía al estímulo con dureza. – es cuando les invito a subirse sobre la
taza, busco su polla y me la meto en la
boca. – sentí como me desabrochaba la cremallera y hurgaba bajo la tela con su
mano. – Para muchos ese es el fin del trayecto.
No es mi caso. Todavía me quedan cinco
minutos. Continúe, por favor.Si continúo voy a tener que cobrarle
doscientos más. – sonrió con malicia y sentí su aliento muy cerca de mi rostro.
Creo que va a merecer la pena. - Le
entregué el dinero y ella tomó mi pene con su mano, acariciándolo suavemente de
arriba abajo en toda su extensión. El placer me invadió.
A los más avezados les permito que me
quiten las braguitas y que me busquen el coño con la boca. Algunos son muy
hábiles con la lengua y les encanta creer que me hacen sentir placer. Se
esmeran hasta que me notan muy húmeda y caliente. Les gusta recorrer con sus dedos
mi vagina y mi ano mientras lamen, succionan y chupan mi sexo con fruición. Sólo
en esos casos, cuando estoy salida como una perra, me aferro a su cintura con
mis piernas y dejo que me follen hasta el dentro, bien dentro. – la acción de
su mano se había acelerado en la misma
proporción que mi lascivia y mi deseo. – Me empujan con fuerza contra la pared
y tengo que tapar su boca con mis dedos para impedir que griten cuando se
corren dentro y enloquecen por el brutal orgasmo al que les guio. – había mojado
el pantalón con los fluidos de mi apasionamiento. – Más o menos como tú. –
recuperó su mano y se la limpió con una toallita que portaba en su bien
preparado bolso.Eres buena. Muy buena. – quise
congratularme con ella.
Lo siento. Se acabó el tiempo. – me susurró
al oído y me regaló una última y desdeñosa mirada antes de incorporarse y abandonar
el compartimento.
Instintivamente miré a los dos tipos que se
encontraban, aparentemente ajenos a lo sucedido, en el otro lado del vagón. Tuve
que cambiarme de traje por culpa de la contradictoria sensación que me
impregnaba el vientre. Sin duda había merecido la pena; pero esta vez me sentía
como un cazador cazado. No le di muchas más vueltas al asunto puesto que no
tardo la azafata en regresar al vagón para informar sobre la pronta llegada a
la estación de “Las Delicias” en Zaragoza, para de ofrecerme un nuevo café y para brindarme una amable sonrisa.